viernes, 22 de julio de 2011

Gritamos mucho, pero nos escuchamos poco

Gritar se ha convertido en una costumbre cotidiana.


Gritan los vendedores ambulantes con su voz tan estridente.

Gritamos todos en la calle, en el subte, ya que no hay otra manera de hacerse oír cuando el tren está en movimiento.

Gritan los chicos cuando juegan, y cada vez gritan más y más.

Gritan los adolescentes, probablemente padeciendo ya algún grado de sordera provocada por los “gritos” de la música que resuena en los boliches, o en sus auriculares que portan todo el tiempo y los aísla del mundo exterior.

Gritan los políticos cuando dicen sus discursos, supongo que con el afán de convencer a fuerza del volumen, cuando deberían convencer por la honestidad, por la idoneidad, por la coherencia, y por sobre todo por la verdad de sus palabras y hechos.

También se grita en televisión, con un despliegue de exaltación en los gestos y en la forma de hablar gritando, que me imagino será para lograr una imagen de optimismo, de alegría contagiosa, que no sé si da algún resultado, creo que consiguen todo lo contrario. Esa actitud de los conductores de televisión de estar siempre en la cúspide del buen ánimo, me produce una sensación totalmente opuesta. Suena artificial, por lo tanto, no veo de qué manera puede influir positivamente en la audiencia. Aunque lo más probable es que ésa no sea la intención, quiero decir, influir positivamente en la audiencia. Es más, se hace cada día más evidente que el propósito no es ése…

Esto incluye también a los programas infantiles, y es allí donde se pone aún más el énfasis en esa exaltación que quiere parecer felicidad, y que en realidad da más la sensación de desborde irracional. Se puede entretener, informar, enseñar y divertir, sin gritar. Sólo que para lograrlo de esta manera, hace falta mucho esfuerzo y talento y esto no es fácil de conseguir últimamente. Quién no recuerda a Pipo Pescador y cómo captaba la atención de los chicos con sus programas amenos y creativos, que no necesitaban de estridencias para entretener.

Pienso que el grito es como una clara declaración de que hemos sido derrotados. Cuando decimos la verdad, no es necesario gritarla. Cuando queremos convencer, y lo hacemos con buenos argumentos y bien fundamentados, el grito no tiene cabida. Si queremos tener razón, pues razonemos como seres humanos y no nos expresemos como salvajes.

El grito aturde, pero finalmente lo único que deja es la desagradable sensación de su violencia acústica. Si queremos ser escuchados, no lo lograremos gritando, sino hablando, y, sobre todo, sabiendo muy bien de qué estamos hablando.
La palabra es el don que hemos recibido los humanos y que nos diferencia de los animales, pero saber usarla no es gratis, es un talento que hay que cultivar.

No es lo mismo oír el ruido que hacemos, que escuchar lo que decimos, ésa es la diferencia.
Muy distinto es el grito que nos sale desde el fondo de nuestro ser cuando sufrimos un dolor, el grito del miedo que es imposible de controlar, el grito de la angustia que es una expresión totalmente humana y aceptable.

En cambio, el grito que es utilizado adrede, al que se puede controlar, el que se esgrime como un arma. ese grito definitivamente pone en evidencia lo peor de nosotros mismos, la impotencia, la mentira o la sinrazón.

Si nuestros gobernantes actuaran con solvencia, con verdadera autoridad moral, no necesitarían vociferar sus campañas, ya que tendrían el poder de convicción que da la verdad, la ética, la honestidad en sus acciones, y éstas deberían ser las mejores razones para ganar una elección. Al menos, es mi opinión.

domingo, 19 de junio de 2011

Los pasos de papá

Pisaba fuerte, como afirmando con cada paso “aquí estoy yo”. Su figura, su aplomo, su gesto seguro, imponían respeto, y al mismo tiempo me daba la sensación de estar protegida de todo. Nada me podía afectar ni hacerme daño si iba de su mano por la calle. El mundo era mío porque el mundo era de él. Solía esperarlo en la puerta de casa todos los días, cuando volvía a almorzar, y lo miraba acercarse reconociendo el clásico balanceo de su paso decidido y la mano en alto que me saludaba desde lejos. Lo miraba, orgullosa, y juntos recorríamos el corredor que ya estaba perfumado a esa hora por los aromas que salían de la cocina de mamá.


Los domingos el paseo obligado era el Rosedal con la consabida bolsita de pan para los patos. Después, lo acompañaba a la “confitería” como decía él, y allí se cumplía el ritual del vermú con los amigos, para volver a casa a la hora de almorzar. Era invencible, era lo más. Claro, así lo veían mis ojos de cinco o seis años. Hasta que la vida nos llevó por sus caminos inciertos, los años pasaron, y lo vi mirarme con desconsuelo para decirme que mamá se moría. Al poco tiempo, la llegada de los nietos le volvió a llenar de chispitas los ojos y de alegría la vida. Trabajar y trabajar, no sabía hacer otra cosa, y su felicidad era dar todo lo que podía. Fue generoso, fue de ley con sus amigos, solidario con su familia y fue un modelo y un ejemplo.


Era de pocas palabras, pero precisas. Era impaciente y a veces algo malhumorado. Su autoridad no se discutía, cuando decía no, no había manera de convencerlo. Sus enojos eran explosivos, y allí se ponía de manifiesto su temperamento apasionado, pero era incapaz de levantar la mano. Si cierro los ojos, puedo sentir todavía el perfume de su ropa siempre impecable en la que se mezclaba la colonia y el aroma del tabaco. Era uno y eran dos al mismo tiempo. Podía ser tierno y cariñoso, y también firme y severo en sus decisiones. No tenía doblez, no conocía la mentira y la honestidad era su bien más preciado, y por el que se destacaba en el trabajo, en el barrio, en la familia.


No pudo estudiar, apenas lo elemental, porque fue necesario que trabajara desde muy chico, pero eso no fue un obstáculo, y su cultura autodidacta se manifestaba en un gusto muy especial por la buena música, por el buen cine. El tango era su debilidad, y así me lo hizo conocer y valorar, aunque también en su discoteca había un lugar para el buen jazz y para los clásicos, para la ópera. Buenos Aires no tenía secretos para él y sabía de cada lugar sus historias.


En el trabajo, era respetado por los hombres y admirado por las mujeres que no disimulaban sus miradas un poquito enamoradas de su pinta de galán porteño.


Cuando finalmente su enfermedad le impidió seguir manejándose por sí solo, su personalidad fue cambiando y conocí entonces una parte de su vida que había permanecido oculta hasta ese momento. Hablamos mucho, me contó tanto y pude comprenderlo como nunca antes. Doy gracias a Dios por haberlo tenido y nunca dejaré de extrañarlo. Nada reemplazará el calor de su abrazo protector, ni su mirada, ni su mano en alto saludándome desde lejos cuando volvía del trabajo.


Algo de él se quedó para siempre además del recuerdo, un gesto fugaz en el rostro de mi hijo, una mirada, una sonrisa, lo traen de nuevo hasta mí. Lo veo orgulloso llevándome de su brazo hasta el altar. Escucho su silbido inconfundible mientras pintaba la casa. Cuando oigo el compás de un tango lo vuelvo a ver, sacando a mi madre a bailar en medio de las tareas cotidianas, a cualquier hora, y así recorrían el corredor abrazados.


Se fue demasiado pronto, urgido tal vez por la ausencia de mamá que lo amaba profundamente, pero me gusta pensar que desde algún lugar nos mira y nos cuida todavía.

miércoles, 15 de junio de 2011

Un lugar junto al fuego

El invierno ya está instalado, aunque más no sea en el almanaque. No sé si es una sensación mía o cada año viene más apocado, como sin fuerza. Los días de humedad se extienden y los días fríos que recuerdo de otras épocas —no tan lejanas— son menos. Será porque a medida que los años pasan este tiempo me gusta cada vez más y siempre me resulta escaso. Además, los veranos de Buenos Aires son en lo que a mí respecta, insufribles.


Cuando el calor comienza a alejarse, poco a poco, los días se hacen más cortos, y las hojas de los árboles comienzan a tornarse doradas y crujientes, comienza para mí un tiempo placentero. La luz otoñal pinta de colores diferentes el jardín. Los días lluviosos y grises crean una atmósfera ideal para estar adentro y disfrutar de la lectura, de una buena película. Un café aromático y humeante, un bocado dulce para los más golosos, y tiempo para soñar. El silencio interrumpido solo por el ruido de los automóviles sobre el pavimento mojado, o el viento que silba en las ventanas me suena a música maravillosa. Ese momento de calma, de contemplación, especial para sentarme a escribir, me permite después afrontar lo cotidiano, lo de todos los días, las tareas rutinarias que no podemos dejar de cumplir.


La vida está hecha de todo eso que muchas veces se convierte en una letanía de pequeños gestos mecánicos en los que no pensamos. Cumplimos de memoria con el ritual de levantarnos, desayunar, ordenar la casa, hacer las compras, lavar, planchar, cocinar y, si tenemos además un trabajo, hacemos malabares para poder ensamblar todas las piezas de nuestra vida personal, familiar y laboral. Con frecuencia no tenemos idea de cómo lo logramos. Así se pasan los días, las semanas, los meses y a veces sentimos que algo nos falta, aunque aparentemente no nos falta nada. Es una necesidad interior que no podemos explicar y que nos deja una sensación de vacío.
No tiene que ver, creo, con carencias afectivas o económicas, sino con la necesidad de hacer algo diferente que nos aparte de lo monótono.


Por eso, pienso que es muy bueno tener un espacio propio para desarrollar lo que nos gusta, lo que nos gratifica. Es ese rincón al que yo llamo “un lugar junto al fuego”, porque siempre me gustaron los hogares, los de verdad, con los leños crepitando y las llamas dibujando siluetas extrañas en las paredes.


Entonces, ese “lugar junto al fuego”, representa aquello que nos da placer, y que nos saca por un momento del vértigo a que nos vemos sometidos en este mundo enloquecido del siglo XXI.
Espero con ansia esos días fríos, que en general no le gustan a nadie, porque me permiten dedicarme más tiempo a lo que me apasiona, que es escribir.


No tengo un hogar de leña, pero es como si lo tuviera. Darle rienda suelta a nuestras aptitudes o a nuestra creación nos enriquece el alma y nos llena de energía. Las opciones son muchas y seguro podremos encontrar alguna a nuestro alcance. Hay todo tipo de actividades para elegir y muchas son gratuitas, ¿por qué no aprovecharlas?


Busquemos dentro de nosotros eso que nos gusta hacer y pongámoslo en práctica. Encontremos nuestro propio “lugar junto al fuego”.

martes, 11 de enero de 2011

Manos que escriben

Otra vez haciendo retrospectiva, parece que hubiera pasado tanto tiempo, y sin embargo, hay un parecido...

Las manos sobre el teclado parecen indecisas como su dueña. Se apoyan levemente, acariciando apenas las letras, sin atreverse con ninguna. El silencio, el falso silencio de una noche calurosa que esconde detrás de su oscuridad repetida la vida de una ciudad que no quiere morir. Es mentira, se dice, también este silencio es una burda mentira. Allá lejos los hombres están muriendo en manos de otros hombres. Hombres que son un dato, una estadística, apenas un blanco detectado por sofisticados radares y apuntados por máquinas dirigidas por otros hombres que se empeñan en ejecutar su tarea con eficiencia. Hombres que jamás se verán el rostro, que ni siquiera saben si se odian o por qué están peleando aunque todo haga suponer que en realidad están convencidos de estar haciendo lo “correcto”.
Lo correcto o lo que se espera de ellos, para lo que fueron entrenados, su razón de ser, su misión, el mandato divino para unos que esperan en la muerte heroica la promesa de una felicidad eterna. Para los otros, es el cumplimiento de las órdenes emanadas por otros hombres, sentados en amplias oficinas con aire acondicionado y computadoras y pantallas y mapas, que reciben a su vez instrucciones de otros hombres de traje y custodia que lo único que empuñan es el micrófono para decir un montón de palabras aprendidas con el oficio de hacer política y gobernar a sus congéneres.
Grandes palabras de significado ambiguo, que pueden ser desmentidas sin que por ello se diga que en realidad no dijeron lo que querían decir, aunque podrían haber querido decir otra cosa, si esas palabras no hubieran sido sacadas de contexto y mezcladas con otras que en realidad la prensa tergiversó a su antojo. Palabras que viajan por infinitas redes, que cruzan el mundo como una inmensa telaraña en la que, en definitiva, quedamos atrapados todos los que nos informamos, porque es un deber estar informado, aunque sea de lo que esos hombres de poder quieren que estemos informados y no de lo que realmente quisiéramos estar informados.
Quisiéramos estar informados, saber a ciencia cierta cuáles son los motivos reales de esta guerra, qué se esconde detrás de cada gran titular en los diarios, cuál es el destino que nos están preparando, y del que no podemos defendernos porque no sabemos de qué nos tenemos que defender.
Entonces, así como viajan las palabras por esa inmensa red de comunicación, también con las palabras, las escritas, las que están impresas en hojas de papel que hasta ayer nos parecían tan inofensivas, o prometedoras de maravillosos paraísos tropicales adonde poder viajar de vacaciones, hoy nos llega otro mensaje. Un mensaje negro, amalgamado en un misterioso polvo blanco que puede hacernos morir, un mensaje multicolor escondido en letras, en palabras, en fibras de papel que esta vez trae la muerte disfrazada de promesas paradisíacas, aunque podría ser peor, en lugar del Ántrax podría ser la Viruela.
Entonces, todo se vuelve oscuro, el miedo se mete en nuestras vidas sin pedir permiso y entra por nuestras ventanas entreabiertas, se cuela por la cerradura, y nos espera dentro del buzón de la correspondencia que antes esperábamos con impaciencia, con alegría, o en todo caso con el disgusto de la perspectiva de recibir más cuentas que no podríamos pagar. Casi podríamos decir que tampoco eso importa y eso también es mentira.
Las manos comenzaron a moverse con timidez primero, luego con apuro y más tarde con rabia, sacudieron una y otra vez las teclas, como si con ese movimiento compulsivo pudieran borrar los ruidos que más allá de una noche silenciosa podemos escuchar si prestamos atención. No importa qué lejos, no importa cuántos kilómetros, cuánto océano, los ruidos de la guerra están allí aunque pensemos que no los escuchamos. Una guerra con título como una novela o un programa de televisión, porque ahora en este mundo tan avanzado hasta las guerras tienen nombre, Tormenta del Desierto, Justicia Infinita, ¿Libertad Duradera...?
Aunque lo que hacen con nuestras vidas, lo que le hacen al mundo, lo que provocan en millones de seres humanos, realmente no tiene nombre.
Entonces, las manos lentamente se detienen, van recorriendo el teclado cada vez más despacio, comienzan a titubear entre unas letras y otras como un viejo automóvil que agotó sus reservas de combustible y las palabras se van desdibujando, perdiendo su forma agotadas también por el esfuerzo de tratar de transmitir el agobio, la infinita sensación de asfixia, y dándose cuenta finalmente de que es inútil, que todo seguirá su curso irremediablemente. Hasta el clima, con una lluvia pertinaz, con un cielo gris como de plomo, desplegando enormes masas de agua que ahogan los esfuerzos de miles de personas, agrega paradójicamente una gota más a este vaso que se derrama sobre nosotros.
Casi en el último instante, antes de detenerse, las manos recobran fuerza, renuevan su golpetear sobre las letras buscando palabras nuevas, palabras frescas, palabras con energía, palabras vitales, palabras que no se ahoguen en un mar de pesadumbre, palabras al fin. En definitiva, buscar palabras es su razón de ser contra toda razón, y a pesar de todo, contra todo, las manos del escritor no pueden detenerse jamás.

jueves, 16 de diciembre de 2010

Celebrar la vida

Me gusta volver sobre textos que escribí hace tiempo, y es notable cómo se repiten situaciones, sentimientos, y de algún modo nada parece cambiar. Lo cierto es que algunas reflexiones siempre tienen vigencia. Por eso, elegí hoy esta nota que redacté a fines del año 2001...


El 2001 ya se termina, año..., y de pronto me quedé sin calificativos, duro, terrible, cruel, agobiante. Todos le caben y hemos hablado, leído, y oído sobre esto todo el tiempo. Ya nuestro cerebro está saturado de tanta información abundante en detalles, crueles a veces, desoladores otras, y si a eso le sumamos el bajón generalizado que se desparrama entre nosotros como el agua de las inundaciones, o el terror volátil de las esporas mortíferas del ántrax, noticia casi vieja, y por poco olvidada. Las imágenes de la guerra casi no nos atraen a la pantalla del televisor y la sola visión de algunos personajes que manejan nuestros hilos de patéticas marionetas nos produce urticaria.
Y, ¿eso es todo?
¿Llegaremos a la Nochebuena con este ánimo apesadumbrado y amargo?
¿Sostendremos sin fuerza casi, la copa del brindis de Fin de Año como por obligación, por cumplir con un ritual casi impuesto por las costumbres?
O peor aún, ¿nos negaremos a todo festejo, nos quedaremos “en penitencia” encerrados en casa, deprimidos, relamiendo nuestras heridas y nuestro sentimiento de fracaso?
Abramos las ventanas, afuera hay sol, las plantas están con su mejor traje verde intenso, los pájaros están construyendo vidas nuevas, con renovados bríos.
Salgamos a mirar la noche, recuperemos los sonidos del silencio y escuchemos lo que nos dice.
Siempre hay motivos para celebrar, aún cuando se cree que todo está perdido, aún cuando parezca un consuelo pueril, cuando nuestras necesidades inmediatas son tantas y tan difíciles de cubrir.
Celebrar la vida, celebrar estar vivos, celebrar el mundo en el que vivimos.
Hoy les quiero regalar un poema de uno de mis poetas favoritos. La simpleza de su palabra breve y puntual, para leerlo despacio y tenerlo disponible, para volver sobre él cada vez que la realidad se nos haga difícil de soportar.


Lo que se nos ha dado

Hay días, al caer la tarde, en que la vida
nos cuenta
algo del perdón que recibimos

de lo que otros han callado

hay noches en las que algún vestigio
se enciende:

una brasa en la memoria, un grillo
tras la ventana
o una flor
de las que se abren
cuando lo demás ya duerme

son noches en que la quietud revela
la vida que recibí
sin siquiera la violencia

de haberla merecido:

los sin porqué ni para qué

el puro existir, el milagro.

Hugo Mujica

miércoles, 1 de diciembre de 2010

El río

(el De la Plata, ¿cuál si no?)
A veces voy al río, cuando estoy con bronca, cuando me desespero o cuando tengo ganas…
Voy al río, acá, cerca de casa, o no tan cerca, siguiendo la avenida que se inclina hasta convertirse en un tobogán que desemboca en las vías del ferrocarril, y finalmente en una calle corta, con resabios de otras épocas, donde se mezclan las viviendas precarias, los boliches, un viejo club ribereño hasta llegar a la nueva costanera. Muy lindo, dice la gente, muy prolijo, con árboles plantados recientemente, con césped, con cestos para los residuos, lugares para estacionar... muy lindo. Muy lindo, con variedad de locales para tomar café, para comer, para sentarse al sol… muy lindo…
Para acercarse al agua hay que caminar bastante… muy lindo… pero, paradójicamente, el río se aleja cada vez más. Retira de nuestra vista su agua marrón empujado, poco a poco, por toneladas de ciudad convertida en escombros que enormes palas mecánicas arrojan sobre él. Hay que rellenar, hay que parquizar, hay que civilizarlo todo.
No me gusta, me gustaba más el río de antes. Agreste, sin dueño, con menos civilización, con menos basura, y cerca, muy cerca de nosotros. Ahora lo ahuyentamos, lo contaminamos, lo llenamos de latas y botellas que sus aguas marrones nos vuelven a arrojar en la cara, cuando se enfurece y sopla el viento del sudeste, dejando una inmunda alfombra de desperdicios sobre las veredas de la costanera.
A veces voy al río, en las tardes de otoño grises, ventosas, cuando a nadie se le ocurre acercarse, entonces a mí me gusta ir al río. Me gusta disfrutarlo a solas, sin bullicio alrededor, sólo escuchar el murmullo del agua y sentir en la piel el aire frío y húmedo. Entonces, pienso que es mío y de nadie más, que no lo tengo que compartir con los innumerables barquitos blancos, como gaviotas gigantes, que se posan sobre él los domingos de sol.
Entonces me afano en imaginar que no está lleno de los fatídicos restos que las industrias le proporcionan generosamente, ni del petróleo que van regando los barcos, ni de la caudalosa materia de las cloacas bonaerenses. Se me ocurre que es el mismo río de hace muchos años, y así también puedo imaginar por un momento, solo por un momento, que yo también soy la misma, incontaminada, libre, alegre y sobre todo, feliz; precisamente con esa felicidad irreflexiva que nos da la inconciencia de la juventud extrema, cuando todavía no nos hemos golpeado con la realidad.
(Después, la felicidad es otra cosa, más meditada, y también más medida, más de aceptación de las limitaciones que tenemos o que nos llegan desde el afuera, de racionalizar las cosas que podemos, y las que no podemos cambiar.)
Puedo pensar como el río de entonces, puedo sentir como el río de entonces y dejar fluir las olas de mis sensaciones y llenarme de entusiasmo y de una energía que, aunque sea efímera me deja soñar un poquito, muy poquito, por unos minutos nada más, que soy la misma.

martes, 23 de noviembre de 2010

El exilio de los argentinos

Volviendo sobre los pasos de nuestros abuelos

Esta tierra fértil y generosa, colmada de todas las bendiciones que cualquier país del mundo quisiera para sí, asiste, creo yo con asombro, al éxodo de sus habitantes desalentados, desesperanzados, casi vencidos diría.
Transitan así el mismo camino que recorrieron muchos de nuestros antepasados hace varias décadas, huyendo del hambre, de la guerra, de la falta de trabajo. Ellos llegaron aquí con las pocas pertenencias en una pequeña valija que albergaba sueños de una vida mejor, pero sobre todo unas enormes ganas de trabajar y un espíritu de lucha que les permitió arrancarse de su terruño y plantarse para siempre en nuestro suelo.
Comenzaron desde muy abajo, trabajando duro y llenando nuestras ciudades y nuestros campos con sus familias. Así, en cada pequeño lugar estaba el almacén de don José, la verdulería de don Ángelo, la tienda de don Zacarías, la cervecería de don Marcos.
Nuestra pampa también los vio llegar con apenas lo puesto y fue testigo de sus amaneceres empujando el arado que multiplicó los callos de sus manos laboriosas e incansables. El país creció, el granero del mundo que nos mostraban nuestros manuales en el colegio prometía un futuro venturoso para todos los hombres de buena voluntad que quisieran habitar el suelo argentino.
Me pregunto -cada vez con más frecuencia— dónde quedó la semilla que esos hombres invalorables trajeron. Dónde están los hombres de buena voluntad que harían de este bendito país un lugar irreemplazable para vivir. Dónde sepultaron nuestros sueños tras enormes cataratas de corrupción, desidia, ineptitud, o definitivamente mala fe.
Muchos de los hijos y los nietos de esos inmigrantes emprendieron el regreso.
Volvieron tras los pasos de sus abuelos a reclamar en otra tierra su derecho a vivir con dignidad. Muchos se lanzaron a la aventura como náufragos, buscando una tabla de la cual asirse, sin darse cuenta de que era demasiada la distancia y había que estar preparado para la travesía. Llegaron creyendo que las puertas se abrirían de par en par y encontrarían la tierra prometida sin dar nada a cambio.
El mundo no es así. No es posible echarse a caminar sin volver la vista y sin tener en cuenta lo que se deja atrás. Es preciso, primero, ver con detenimiento el lugar de donde partimos y lo que llevamos de equipaje. Es imprescindible hacer un exhaustivo balance de nuestras pertenencias, no sólo las materiales, sino las otras, las intangibles.
Otros, los más afortunados o previsores, vieron primero, averiguaron, se prepararon, supieron adónde se dirigían y se cercioraron de ser bien recibidos. Ellos lograron el objetivo y consiguieron el lugar, el trabajo, el confort, la seguridad. Me gustaría saber si, además, consiguieron también la felicidad. Esa felicidad que buscamos a menudo en la partida, en el cambio de escenario. Ese éxito que creemos encontrar afuera de nosotros mismos, en otro lugar. Me gustaría saber qué les pasa cuando llega la noche y se sientan a la mesa pensando en su familia tan lejana, en sus amigos, en las cosas de todos los días.
Así como el éxodo se incrementó día a día, mes a mes, también fueron muchos los que optaron diferente, los que eligieron quedarse, o simplemente no se plantearon la posibilidad de irse. No necesariamente los que se quedaron, mejor diría los que nos quedamos, tenemos la vida resuelta ni mucho menos.
Padecemos la cotidiana realidad, luchamos minuto a minuto, hacemos malabares dignos de un elenco circense para sobrevivir, tenemos miedo, estamos inseguros, tenemos bronca, nos desanimamos, nos entristecemos. Pero, estamos juntos. Nos tenemos los unos a los otros, ponemos el hombro, “nos la bancamos”.
No es fácil, no es cómodo, no es falta de decisión, todo lo contrario.
Es saber de dónde somos, adónde pertenecemos y luchamos por eso. Es sentirnos parte de nuestro país y no mirar como desde afuera, diciendo “este país” como si fuera ajeno, como si no fuera nuestro. Es el lugar donde nacimos, donde crecimos, donde nos educamos, donde fundamos nuestra familia y donde queremos morir. No queremos renegar de nuestros orígenes que es como renegar de nuestros padres.
Que no se confunda, no se trata de criticar a aquellos que no se sintieron con la fuerza necesaria para afrontar este presente y, aún peor, el futuro incierto y oscuro. Se trata de rescatar que somos también muchos los que nos queremos quedar contra viento y marea, a tratar de construir a pesar de los que destruyen, a tratar de trabajar aunque cada vez sea más difícil, a darles el ejemplo a nuestros hijos que son el futuro y los que continuarán lo que nosotros comenzamos, a enseñarles a amar este lugar que nos fue dado y que debemos cuidar, a veces a pesar de nosotros mismos.
Por último, creo que se trata de estar presentes para poner nuestro pequeño o gran esfuerzo de cada día para lograr el cambio que todos nos merecemos.

¿Irse o quedarse?
¿Es éste el dilema?
Para mí no lo es, no necesito pensarlo, no quiero siquiera plantearme la posibilidad.
Creo que no voy a arrepentirme, que está bien así, que vale la pena seguir intentándolo.
Por eso, cada mañana, cuando el día se presenta como una hoja en blanco, me digo que lo puedo llenar con esperanza, con ganas, y sigo dando gracias a Dios por estar aquí, por sentir que pertenezco, por tener raíces.

Gritamos mucho, pero nos escuchamos poco

Gritar se ha convertido en una costumbre cotidiana. Gritan los vendedores ambulantes con su voz tan estridente. Gritamos todos en la ...