martes, 23 de noviembre de 2010

El exilio de los argentinos

Volviendo sobre los pasos de nuestros abuelos

Esta tierra fértil y generosa, colmada de todas las bendiciones que cualquier país del mundo quisiera para sí, asiste, creo yo con asombro, al éxodo de sus habitantes desalentados, desesperanzados, casi vencidos diría.
Transitan así el mismo camino que recorrieron muchos de nuestros antepasados hace varias décadas, huyendo del hambre, de la guerra, de la falta de trabajo. Ellos llegaron aquí con las pocas pertenencias en una pequeña valija que albergaba sueños de una vida mejor, pero sobre todo unas enormes ganas de trabajar y un espíritu de lucha que les permitió arrancarse de su terruño y plantarse para siempre en nuestro suelo.
Comenzaron desde muy abajo, trabajando duro y llenando nuestras ciudades y nuestros campos con sus familias. Así, en cada pequeño lugar estaba el almacén de don José, la verdulería de don Ángelo, la tienda de don Zacarías, la cervecería de don Marcos.
Nuestra pampa también los vio llegar con apenas lo puesto y fue testigo de sus amaneceres empujando el arado que multiplicó los callos de sus manos laboriosas e incansables. El país creció, el granero del mundo que nos mostraban nuestros manuales en el colegio prometía un futuro venturoso para todos los hombres de buena voluntad que quisieran habitar el suelo argentino.
Me pregunto -cada vez con más frecuencia— dónde quedó la semilla que esos hombres invalorables trajeron. Dónde están los hombres de buena voluntad que harían de este bendito país un lugar irreemplazable para vivir. Dónde sepultaron nuestros sueños tras enormes cataratas de corrupción, desidia, ineptitud, o definitivamente mala fe.
Muchos de los hijos y los nietos de esos inmigrantes emprendieron el regreso.
Volvieron tras los pasos de sus abuelos a reclamar en otra tierra su derecho a vivir con dignidad. Muchos se lanzaron a la aventura como náufragos, buscando una tabla de la cual asirse, sin darse cuenta de que era demasiada la distancia y había que estar preparado para la travesía. Llegaron creyendo que las puertas se abrirían de par en par y encontrarían la tierra prometida sin dar nada a cambio.
El mundo no es así. No es posible echarse a caminar sin volver la vista y sin tener en cuenta lo que se deja atrás. Es preciso, primero, ver con detenimiento el lugar de donde partimos y lo que llevamos de equipaje. Es imprescindible hacer un exhaustivo balance de nuestras pertenencias, no sólo las materiales, sino las otras, las intangibles.
Otros, los más afortunados o previsores, vieron primero, averiguaron, se prepararon, supieron adónde se dirigían y se cercioraron de ser bien recibidos. Ellos lograron el objetivo y consiguieron el lugar, el trabajo, el confort, la seguridad. Me gustaría saber si, además, consiguieron también la felicidad. Esa felicidad que buscamos a menudo en la partida, en el cambio de escenario. Ese éxito que creemos encontrar afuera de nosotros mismos, en otro lugar. Me gustaría saber qué les pasa cuando llega la noche y se sientan a la mesa pensando en su familia tan lejana, en sus amigos, en las cosas de todos los días.
Así como el éxodo se incrementó día a día, mes a mes, también fueron muchos los que optaron diferente, los que eligieron quedarse, o simplemente no se plantearon la posibilidad de irse. No necesariamente los que se quedaron, mejor diría los que nos quedamos, tenemos la vida resuelta ni mucho menos.
Padecemos la cotidiana realidad, luchamos minuto a minuto, hacemos malabares dignos de un elenco circense para sobrevivir, tenemos miedo, estamos inseguros, tenemos bronca, nos desanimamos, nos entristecemos. Pero, estamos juntos. Nos tenemos los unos a los otros, ponemos el hombro, “nos la bancamos”.
No es fácil, no es cómodo, no es falta de decisión, todo lo contrario.
Es saber de dónde somos, adónde pertenecemos y luchamos por eso. Es sentirnos parte de nuestro país y no mirar como desde afuera, diciendo “este país” como si fuera ajeno, como si no fuera nuestro. Es el lugar donde nacimos, donde crecimos, donde nos educamos, donde fundamos nuestra familia y donde queremos morir. No queremos renegar de nuestros orígenes que es como renegar de nuestros padres.
Que no se confunda, no se trata de criticar a aquellos que no se sintieron con la fuerza necesaria para afrontar este presente y, aún peor, el futuro incierto y oscuro. Se trata de rescatar que somos también muchos los que nos queremos quedar contra viento y marea, a tratar de construir a pesar de los que destruyen, a tratar de trabajar aunque cada vez sea más difícil, a darles el ejemplo a nuestros hijos que son el futuro y los que continuarán lo que nosotros comenzamos, a enseñarles a amar este lugar que nos fue dado y que debemos cuidar, a veces a pesar de nosotros mismos.
Por último, creo que se trata de estar presentes para poner nuestro pequeño o gran esfuerzo de cada día para lograr el cambio que todos nos merecemos.

¿Irse o quedarse?
¿Es éste el dilema?
Para mí no lo es, no necesito pensarlo, no quiero siquiera plantearme la posibilidad.
Creo que no voy a arrepentirme, que está bien así, que vale la pena seguir intentándolo.
Por eso, cada mañana, cuando el día se presenta como una hoja en blanco, me digo que lo puedo llenar con esperanza, con ganas, y sigo dando gracias a Dios por estar aquí, por sentir que pertenezco, por tener raíces.

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