domingo, 19 de junio de 2011

Los pasos de papá

Pisaba fuerte, como afirmando con cada paso “aquí estoy yo”. Su figura, su aplomo, su gesto seguro, imponían respeto, y al mismo tiempo me daba la sensación de estar protegida de todo. Nada me podía afectar ni hacerme daño si iba de su mano por la calle. El mundo era mío porque el mundo era de él. Solía esperarlo en la puerta de casa todos los días, cuando volvía a almorzar, y lo miraba acercarse reconociendo el clásico balanceo de su paso decidido y la mano en alto que me saludaba desde lejos. Lo miraba, orgullosa, y juntos recorríamos el corredor que ya estaba perfumado a esa hora por los aromas que salían de la cocina de mamá.


Los domingos el paseo obligado era el Rosedal con la consabida bolsita de pan para los patos. Después, lo acompañaba a la “confitería” como decía él, y allí se cumplía el ritual del vermú con los amigos, para volver a casa a la hora de almorzar. Era invencible, era lo más. Claro, así lo veían mis ojos de cinco o seis años. Hasta que la vida nos llevó por sus caminos inciertos, los años pasaron, y lo vi mirarme con desconsuelo para decirme que mamá se moría. Al poco tiempo, la llegada de los nietos le volvió a llenar de chispitas los ojos y de alegría la vida. Trabajar y trabajar, no sabía hacer otra cosa, y su felicidad era dar todo lo que podía. Fue generoso, fue de ley con sus amigos, solidario con su familia y fue un modelo y un ejemplo.


Era de pocas palabras, pero precisas. Era impaciente y a veces algo malhumorado. Su autoridad no se discutía, cuando decía no, no había manera de convencerlo. Sus enojos eran explosivos, y allí se ponía de manifiesto su temperamento apasionado, pero era incapaz de levantar la mano. Si cierro los ojos, puedo sentir todavía el perfume de su ropa siempre impecable en la que se mezclaba la colonia y el aroma del tabaco. Era uno y eran dos al mismo tiempo. Podía ser tierno y cariñoso, y también firme y severo en sus decisiones. No tenía doblez, no conocía la mentira y la honestidad era su bien más preciado, y por el que se destacaba en el trabajo, en el barrio, en la familia.


No pudo estudiar, apenas lo elemental, porque fue necesario que trabajara desde muy chico, pero eso no fue un obstáculo, y su cultura autodidacta se manifestaba en un gusto muy especial por la buena música, por el buen cine. El tango era su debilidad, y así me lo hizo conocer y valorar, aunque también en su discoteca había un lugar para el buen jazz y para los clásicos, para la ópera. Buenos Aires no tenía secretos para él y sabía de cada lugar sus historias.


En el trabajo, era respetado por los hombres y admirado por las mujeres que no disimulaban sus miradas un poquito enamoradas de su pinta de galán porteño.


Cuando finalmente su enfermedad le impidió seguir manejándose por sí solo, su personalidad fue cambiando y conocí entonces una parte de su vida que había permanecido oculta hasta ese momento. Hablamos mucho, me contó tanto y pude comprenderlo como nunca antes. Doy gracias a Dios por haberlo tenido y nunca dejaré de extrañarlo. Nada reemplazará el calor de su abrazo protector, ni su mirada, ni su mano en alto saludándome desde lejos cuando volvía del trabajo.


Algo de él se quedó para siempre además del recuerdo, un gesto fugaz en el rostro de mi hijo, una mirada, una sonrisa, lo traen de nuevo hasta mí. Lo veo orgulloso llevándome de su brazo hasta el altar. Escucho su silbido inconfundible mientras pintaba la casa. Cuando oigo el compás de un tango lo vuelvo a ver, sacando a mi madre a bailar en medio de las tareas cotidianas, a cualquier hora, y así recorrían el corredor abrazados.


Se fue demasiado pronto, urgido tal vez por la ausencia de mamá que lo amaba profundamente, pero me gusta pensar que desde algún lugar nos mira y nos cuida todavía.

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