jueves, 16 de diciembre de 2010

Celebrar la vida

Me gusta volver sobre textos que escribí hace tiempo, y es notable cómo se repiten situaciones, sentimientos, y de algún modo nada parece cambiar. Lo cierto es que algunas reflexiones siempre tienen vigencia. Por eso, elegí hoy esta nota que redacté a fines del año 2001...


El 2001 ya se termina, año..., y de pronto me quedé sin calificativos, duro, terrible, cruel, agobiante. Todos le caben y hemos hablado, leído, y oído sobre esto todo el tiempo. Ya nuestro cerebro está saturado de tanta información abundante en detalles, crueles a veces, desoladores otras, y si a eso le sumamos el bajón generalizado que se desparrama entre nosotros como el agua de las inundaciones, o el terror volátil de las esporas mortíferas del ántrax, noticia casi vieja, y por poco olvidada. Las imágenes de la guerra casi no nos atraen a la pantalla del televisor y la sola visión de algunos personajes que manejan nuestros hilos de patéticas marionetas nos produce urticaria.
Y, ¿eso es todo?
¿Llegaremos a la Nochebuena con este ánimo apesadumbrado y amargo?
¿Sostendremos sin fuerza casi, la copa del brindis de Fin de Año como por obligación, por cumplir con un ritual casi impuesto por las costumbres?
O peor aún, ¿nos negaremos a todo festejo, nos quedaremos “en penitencia” encerrados en casa, deprimidos, relamiendo nuestras heridas y nuestro sentimiento de fracaso?
Abramos las ventanas, afuera hay sol, las plantas están con su mejor traje verde intenso, los pájaros están construyendo vidas nuevas, con renovados bríos.
Salgamos a mirar la noche, recuperemos los sonidos del silencio y escuchemos lo que nos dice.
Siempre hay motivos para celebrar, aún cuando se cree que todo está perdido, aún cuando parezca un consuelo pueril, cuando nuestras necesidades inmediatas son tantas y tan difíciles de cubrir.
Celebrar la vida, celebrar estar vivos, celebrar el mundo en el que vivimos.
Hoy les quiero regalar un poema de uno de mis poetas favoritos. La simpleza de su palabra breve y puntual, para leerlo despacio y tenerlo disponible, para volver sobre él cada vez que la realidad se nos haga difícil de soportar.


Lo que se nos ha dado

Hay días, al caer la tarde, en que la vida
nos cuenta
algo del perdón que recibimos

de lo que otros han callado

hay noches en las que algún vestigio
se enciende:

una brasa en la memoria, un grillo
tras la ventana
o una flor
de las que se abren
cuando lo demás ya duerme

son noches en que la quietud revela
la vida que recibí
sin siquiera la violencia

de haberla merecido:

los sin porqué ni para qué

el puro existir, el milagro.

Hugo Mujica

miércoles, 1 de diciembre de 2010

El río

(el De la Plata, ¿cuál si no?)
A veces voy al río, cuando estoy con bronca, cuando me desespero o cuando tengo ganas…
Voy al río, acá, cerca de casa, o no tan cerca, siguiendo la avenida que se inclina hasta convertirse en un tobogán que desemboca en las vías del ferrocarril, y finalmente en una calle corta, con resabios de otras épocas, donde se mezclan las viviendas precarias, los boliches, un viejo club ribereño hasta llegar a la nueva costanera. Muy lindo, dice la gente, muy prolijo, con árboles plantados recientemente, con césped, con cestos para los residuos, lugares para estacionar... muy lindo. Muy lindo, con variedad de locales para tomar café, para comer, para sentarse al sol… muy lindo…
Para acercarse al agua hay que caminar bastante… muy lindo… pero, paradójicamente, el río se aleja cada vez más. Retira de nuestra vista su agua marrón empujado, poco a poco, por toneladas de ciudad convertida en escombros que enormes palas mecánicas arrojan sobre él. Hay que rellenar, hay que parquizar, hay que civilizarlo todo.
No me gusta, me gustaba más el río de antes. Agreste, sin dueño, con menos civilización, con menos basura, y cerca, muy cerca de nosotros. Ahora lo ahuyentamos, lo contaminamos, lo llenamos de latas y botellas que sus aguas marrones nos vuelven a arrojar en la cara, cuando se enfurece y sopla el viento del sudeste, dejando una inmunda alfombra de desperdicios sobre las veredas de la costanera.
A veces voy al río, en las tardes de otoño grises, ventosas, cuando a nadie se le ocurre acercarse, entonces a mí me gusta ir al río. Me gusta disfrutarlo a solas, sin bullicio alrededor, sólo escuchar el murmullo del agua y sentir en la piel el aire frío y húmedo. Entonces, pienso que es mío y de nadie más, que no lo tengo que compartir con los innumerables barquitos blancos, como gaviotas gigantes, que se posan sobre él los domingos de sol.
Entonces me afano en imaginar que no está lleno de los fatídicos restos que las industrias le proporcionan generosamente, ni del petróleo que van regando los barcos, ni de la caudalosa materia de las cloacas bonaerenses. Se me ocurre que es el mismo río de hace muchos años, y así también puedo imaginar por un momento, solo por un momento, que yo también soy la misma, incontaminada, libre, alegre y sobre todo, feliz; precisamente con esa felicidad irreflexiva que nos da la inconciencia de la juventud extrema, cuando todavía no nos hemos golpeado con la realidad.
(Después, la felicidad es otra cosa, más meditada, y también más medida, más de aceptación de las limitaciones que tenemos o que nos llegan desde el afuera, de racionalizar las cosas que podemos, y las que no podemos cambiar.)
Puedo pensar como el río de entonces, puedo sentir como el río de entonces y dejar fluir las olas de mis sensaciones y llenarme de entusiasmo y de una energía que, aunque sea efímera me deja soñar un poquito, muy poquito, por unos minutos nada más, que soy la misma.

Gritamos mucho, pero nos escuchamos poco

Gritar se ha convertido en una costumbre cotidiana. Gritan los vendedores ambulantes con su voz tan estridente. Gritamos todos en la ...