miércoles, 15 de junio de 2011

Un lugar junto al fuego

El invierno ya está instalado, aunque más no sea en el almanaque. No sé si es una sensación mía o cada año viene más apocado, como sin fuerza. Los días de humedad se extienden y los días fríos que recuerdo de otras épocas —no tan lejanas— son menos. Será porque a medida que los años pasan este tiempo me gusta cada vez más y siempre me resulta escaso. Además, los veranos de Buenos Aires son en lo que a mí respecta, insufribles.


Cuando el calor comienza a alejarse, poco a poco, los días se hacen más cortos, y las hojas de los árboles comienzan a tornarse doradas y crujientes, comienza para mí un tiempo placentero. La luz otoñal pinta de colores diferentes el jardín. Los días lluviosos y grises crean una atmósfera ideal para estar adentro y disfrutar de la lectura, de una buena película. Un café aromático y humeante, un bocado dulce para los más golosos, y tiempo para soñar. El silencio interrumpido solo por el ruido de los automóviles sobre el pavimento mojado, o el viento que silba en las ventanas me suena a música maravillosa. Ese momento de calma, de contemplación, especial para sentarme a escribir, me permite después afrontar lo cotidiano, lo de todos los días, las tareas rutinarias que no podemos dejar de cumplir.


La vida está hecha de todo eso que muchas veces se convierte en una letanía de pequeños gestos mecánicos en los que no pensamos. Cumplimos de memoria con el ritual de levantarnos, desayunar, ordenar la casa, hacer las compras, lavar, planchar, cocinar y, si tenemos además un trabajo, hacemos malabares para poder ensamblar todas las piezas de nuestra vida personal, familiar y laboral. Con frecuencia no tenemos idea de cómo lo logramos. Así se pasan los días, las semanas, los meses y a veces sentimos que algo nos falta, aunque aparentemente no nos falta nada. Es una necesidad interior que no podemos explicar y que nos deja una sensación de vacío.
No tiene que ver, creo, con carencias afectivas o económicas, sino con la necesidad de hacer algo diferente que nos aparte de lo monótono.


Por eso, pienso que es muy bueno tener un espacio propio para desarrollar lo que nos gusta, lo que nos gratifica. Es ese rincón al que yo llamo “un lugar junto al fuego”, porque siempre me gustaron los hogares, los de verdad, con los leños crepitando y las llamas dibujando siluetas extrañas en las paredes.


Entonces, ese “lugar junto al fuego”, representa aquello que nos da placer, y que nos saca por un momento del vértigo a que nos vemos sometidos en este mundo enloquecido del siglo XXI.
Espero con ansia esos días fríos, que en general no le gustan a nadie, porque me permiten dedicarme más tiempo a lo que me apasiona, que es escribir.


No tengo un hogar de leña, pero es como si lo tuviera. Darle rienda suelta a nuestras aptitudes o a nuestra creación nos enriquece el alma y nos llena de energía. Las opciones son muchas y seguro podremos encontrar alguna a nuestro alcance. Hay todo tipo de actividades para elegir y muchas son gratuitas, ¿por qué no aprovecharlas?


Busquemos dentro de nosotros eso que nos gusta hacer y pongámoslo en práctica. Encontremos nuestro propio “lugar junto al fuego”.

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